—Te dije que era precioso —dijo con tono triunfal Violeta mientras daba palmaditas alegres.
Josías forzó una sonrisa para agradar a su hermana pequeña, pero lo cierto es que sintió un frio que le recorrió la columna vertebral hasta llegar al cerebro y ponerle en alerta.
—Vamos, —La niña tiró con suavidad de la camisa de su hermano—, quiero enseñarte el lugar que se repite en mis sueños.
El joven acarició la trenza de Violeta con ternura y siguió sus pasos. Empezaba a intuir dónde se encaminaban y sintió miedo, como cuando mentía a su madre y sabía que, en breve, iba a descubrir la verdad y le echaría una buena reprimenda.
Sortearon varias lápidas y pasaron frente a panteones que, bajo los rayos del sol, se veían bellos y majestuosos y disimulaban la fetidez y tristeza que escondían en su interior.
Llegaron hasta una pequeña lápida arropada por la sombra de un enorme sauce. Josías se detuvo en seco: su intuición no le falló. Las manos comenzaron a sudarle y se restregó las palmas con la tela del pantalón.
Violeta seguía risueña. Se sentó frente a la lápida y la señaló mientras canturreaba:
Y el trino de los pájaros
alegres y coloridos,
te llevarán hasta aquí.
El sauce protegerá tu cuerpo
y las lágrimas se secarán para siempre.
No temas, linda niña
Josías palideció al escuchar la canción. Por primera vez le encontró sentido. Su hermana la cantaba cada mañana y, cuando le preguntaba de dónde la había sacado, ella le contestaba que de sus sueños.
Las letras de la lápida seguían tal y como las dejó la última vez que estuvo allí: borradas a base de rascarlas con una piedra.
—¿Qué había grabado en la lápida, hermanito? —preguntó curiosa sacando al joven de su ensimismamiento.
Y Josías cayó derrumbado de rodillas. Con resignación, murmuró:
—Violeta Zekenberg, amada hija y hermana.