Me miro al espejo y siento impotencia viendo cómo las lágrimas resbalan por mis mejillas y acaban formando una mancha oscura en el cuello de la camisa. Cojo la toalla y la restrego sobre la humedad con la esperanza de disimular la humillación. Es una tarea inútil.
Exploto en una risa maléfica, histriónica, casi fantasmal y mi rostro se convierte en una máscara ridícula de comisuras alzadas y ojos rojos.
Mi corazón parece haberse trasladado a mis mejillas e intento tranquilizarme presionándolas con las manos.
Doy paso a la ira, a una rabia contenida desde hace tiempo, tanto que me parecen siglos. El surtidor de jabón no se queja al golpearlo con fiereza.
Respiro. Me lavo las manos con delicadeza y me apreto los nudillos hasta oír ese “clack” tan característico y que tanto odia.
Me río y suena otro “clack”. Esta vez es una risa liberadora, terapéutica. Decido echar un último vistazo al reflejo que me ofrece el espejo: ¡Por fín, estúpida! Ya iba siendo hora de que te fijases en mí”, siento que me regaña mi propia imágen más nítida que nunca.