Hace años que la tienda de ultramarinos desapareció dejando en su lugar una vivienda. Probablemente sea propiedad de la señora que regentaba el negocio o de alguno de sus descendientes. Aunque apuesto por la primera opción: las cortinas floreadas y desgastadas que cubren lo que antaño fue un gran ventanal que servía de escaparate, tienen toda la pinta de resguardar la intimidad de una persona mayor.
El otro día pasé por delante y la cortina estaba un poco corrida. No pude evitar echar un vistazo rápido al interior. Pude ver un salón poco iluminado, una televisión antigua y una mesa redonda cubierta por un tapete de ganchillo.
¿Seguirá viva la dependienta? La recuerdo muy mayor y han pasado más de veinte años. Aunque también es cierto que, cuando eres un niño, cualquier persona con más de dieciocho años ya te parece un vejestorio.
La tienda de ultramarinos era una parada indiscutible todas las mañanas de camino al colegio. Igual de habitual y recurrente como las disputas con mi hermana pequeña durante todo el camino. No le gustaba el colegio y su manera de hacérmelo saber era chinchándome hasta que llegábamos a las clases. Uno de sus pasatiempos favoritos consistía en tirarme de la coleta hasta que, harta, le propinaba un empujón.
Nuestros padres trabajaban, así que íbamos solas al colegio (cosa muy habitual entonces). Mi madre nunca fue una apasionada de las elaboraciones culinarias y tampoco de los bocadillos para los almuerzos.
Recuerdo que me daban unas monedas, unos veinte duros, y con eso nos comprábamos el almuerzo en la tienda de ultramarinos. Siempre cargábamos con Bollicaos, Phoskitos, Pandorinos o galletas Príncipe. Éramos la envidia de nuestros compañeros, aquellos que siempre llevaban bocadillos de mortadela con olivas, salami o atún.
Lo que ellos no sabían es que era yo la que envidiaba sus almuerzos. Me hacía un poco la interesante, y luego, les cedía mis galletas a cambio de sus bocadillos como si les estuviese haciendo un favor.
Anhelar lo que no se tiene y despreciar lo que sí está a tu alcance, debe de ser una condena de la condición humana.
Echo de menos la tienda de ultramarinos…
Echo de menos los tirones de pelo de mi hermana…
Con la lectura me has llevado a mi infancia. ¡Qué tiempos aquellos!
Gracias por compartie.
Saludos
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Espero que hayas disfrutado del viaje!
Gracias por leer.
Besacos!
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Es que los bollicaos de entonces sí que valían la pena, llevaban el triple de chocolate (por lo menos) que los de ahora (porque sigue habiendo, ¿no?). Lo de las galletas Príncipe ya es otro cantar: primero redujeron el contenido de chocolate a la mitad porque como diría la canción, “lo siento mucho, la vida es así… No la he inventado yoooo”, y a continuación pusieron la misma cantidad de chocolate de toda la vida en otro envase para bautizarlas como “doble chocolate”. Sencillamente brillante, casi tanto como lo de la zona azul con gorrillas.
Yo sí te habría cambiado todas esas guarrerías por bocadillos… pero tampoco me preparaban de eso, así que creo que no hubiésemos hecho negocios juntos en aquella época.
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Sí, sigue habiendo bollicaos, para más datos: bollicaos normales y de leche, pero no están igual😄.
Al menos antes no te señalaban con el dedo acusador de “hay que comer sano, irás al infierno y tus padres también por consentirlo”. Que, oye, todo eso está muy bien, pero para salir del apuro en contadas ocasiones…
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¡Bollicaos de leche, menuda manera de desprestigiar a algo que se le podía denominar guarrería! ¿Cómo vamos a comer sano con ese tipo de afrentas, si lo único que consiguen es el ansia de rebelarnos contra ellas? Indignado se halla el Otro Mundo, que lo sepa el vuestro.
Bollicaos de leche…
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Muy bueno
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Gracias! Y por comentar también 😊
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