Sabía que le llamaban “La Pintacaras” de manera despectiva y no les reprochaba nada. Se había ganado el mote a pulso. Ella era aquella niña que prefería pasarse horas en el parque, pero no jugando ni intentando ligar como hacían el resto de chavales, sino sentada con su cuaderno apoyado en las piernas. Nunca se separaba de él ni de sus carboncillos.
Podía pasar toda la tarde ensimismada contemplando la vida de aquel parque. Cuando alguno de sus transeúntes le llamaba la atención plasmaba su boceto, veloz, para no perder la esencia de sus detalles. A menudo la gente o sus compañeros osaban acercarse a ella y asomar la nariz para ver qué la tenía tan ocupada. Con un bufido abandonaban su puesto: Son caras, miles de caras, ¿no sabes pintar nada más?
En casa daba los últimos toques, emborronaba las líneas que consideraba con el pulgar y después buscaba un hueco en una de las paredes de su habitación para su nueva adquisición.
Recostada en la cama los ojos de todos aquellos retratos la miraban. Cada boceto le contaba una historia, cada boca le mostraba un sufrimiento, cada arruga una vivencia, cada cicatriz una lucha. Y así conseguía conciliar el sueño.
Era “La Pintacaras”, sólo la pintacaras, aquella que conseguía ver a través de la piel.
Así pues, ¿exorcizaba algún demonio interior para poder conciliar el sueño?
Un micro muy interesante, en el que cabe sitio para la confrontación con aquellos que desprecian lo que hace la pintacaras, sin entender por qué lo hace 🙂
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Pues eso ya lo dejo a gusto del consumidor…jaajjaas
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Grande, me encanto tu entrada. Besos a tu corazón.
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Me alegra que te gustase. Besazos!
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